martes, 28 de mayo de 2013

De galletas y llantos.

Viernes en la tarde. 
¿Qué hacen los muchachos de tu edad los viernes en la tarde?, tú revisas que la cocina esté impecable, que es lo que tu mamá dice que es lo primero que debes hacer antes de cocinar.
Bien, ¿ya está todo en su lugar? Sí, ahora ve a prepararte, lava tus manos hasta los antebrazos, cepilla debajo de  tus uñas y recoge tu cabello, no vaya a ser que un pelo llegue a la masa y estropeé todo.
Pesa los ingredientes, poco a poco, recuerda que hay que cernir la harina por lo menos 2 veces para que no se hagan grumos al batir, y ten cuidado con la mantequilla que dejaste fuera del refrigerador para que sea fácil acremarla porque puede ensuciarte.
Suspiras recordando las palabras de tu mamá al pedirle un mandil “Sólo las criadas usan mandil” te resignaste a eso, aunque los regaños por como quedabas después de amasar las primeras veces todavía te hacen un nudo en la garganta.
Muele las almendras, crudas y con cáscara, el ingrediente secreto para las galletas de canela que tu mamá ama tanto, que siempre son un lindo regalo para tus amigas (bueno, las amigas de tu mamá, ya ni te acuerdas de la última vez que saliste con chicas de tu edad). Separa las yemas de las claras mientras recuerdas el secreto que está esperando a que lo abras, en el primer cajón de tu armario.
Te detienes, paralizada. Sacude la cabeza como si ahuyentarás una mosca, quizá eso te ayude a dejar de pensar en eso.
No, no ayuda. Vas hacia tu cuarto y te paras en la entrada, empujas la puerta y tu reflejo en ese espantoso espejo de marco metálico te sobresalta. Regresa a la cocina, deprisa.
Te abalanzas sobre los anaqueles, buscando la canela en polvo como si se te fuera la vida en ello. Está atrás de todas las especias, ¿ya la viste?, ahora ten cuidado, mide 2 cucharadas, deja de temblar o arruinarás todo.
Acrema, mezcla, integra… Cuando añades la ralladura de limón, te rompes.
Deja de hacer ruido, no solloces tan fuerte, no querrás que los vecinos se enteren de lo triste que estás ¿o sí?, levántate del suelo, ya no eres una niña, contrólate, por un demonio.
Límpiate la nariz y lávate las manos. Ahora corta papel aluminio y pon la masa en el, debe reposar cuando menos una hora en el refrigerador.
Te recargas en el lavaplatos después de meter las tazas, cucharas, el rodillo y todo lo que usaste en él. Enciéndelo.
Vas a la sala y te quedas como embobada viendo el jardín. Que tulipanes tan descoloridos ha dado últimamente, en lugar del rojo sangre que se supone debían ser, los últimos han sido rosa mexicano.
¿Sangre? Oh, no, vuelves a pensar en el secreto.  Bueno, ya que debes esperar 40 minutos más antes de hornear las galletas, te da tiempo de ir a develarlo.
Camina bien, deja de arrastrar los pies, no es como si fueras al patíbulo, esquivas tu reflejo y te paras frente al armario. Respira, no olvides respirar.
Abre el cajón, no hay una bomba ni nada por el estilo.  Ahora saca el sobre, ábrelo con cuidado, pareces anciana con Parkinson por el modo en que tiemblas.

¿A dónde vas ahora? La sala, bien pensado, necesitas sentarte. Abre el sobre de una buena vez y termina con esto.
 NEGATIVO.
Bien por ti, contrólate y ve a hornear esas galletas o se hará muy tarde, deja las carcajadas de alivio para otro día.
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Ésta historia no es autobiográfica, lo único real aquí es la receta de las galletas. Cualquier semejanza con la realidad es mera coincidencia. O cotidianidad.


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